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11 febrero 2021

LAS PATATAS DE ORO

"Un niño con un libro de poesía en las manos nunca tendrá de mayor un arma entre ellas". (Gloria Fuertes. Madrid, 28/07/1917- Madrid, 27/11/1998)

En el pueblo de Vegasol casi todos los habitantes tenían un pequeño huerto en el que producían todo tipo de hortalizas y frutas.

Don Felipe, el papá de Juanjo, lo tenía junto a su casa, por lo que lo cuidaba a todas horas y en todo momento. Mientras, el pequeño Juanjo iba aprendiendo, casi sin darse cuenta, las buenas prácticas del buen hortelano. A sus 6 años ya sabía cómo se cultivaban las cebollas y las zanahorias. Pero con lo que más disfrutaba era repartiendoles el pienso a las gallinas del gallinero.

Aquel año el señor alcalde había convocado un CONCURSO DE HUERTOS LOCALES. Todos los aficionados que deseasen participar deberían apuntarse en la Secretaría del Ayuntamiento, previo pago de una moneda de un euro. 

Según las bases del citado concurso, habría tres premios principales e iguales: 

Premio al mejor surco de tomates.

Premio al mejor surco de patatas y 

Premio al mejor surco de pimientos. 


Los premios consistirían en un viaje para dos👬 personas a las maravillosas Islas del Perejil con una duración de 7 días.

Se apuntaron casi todos los que tenían huerto, también D. Felipe, el papá de Juanjo. 

Las primeras semanas de la primavera daba gozo ver a tanta gente trabajando en sus huertos. Todos se afanaban para conseguir algún premio. D. Felipe había plantado tomates, patatas y pimientos, además de otros productos como cebollas, ajos, pepinos y melones.

D. Felipe abonaba su huerto con la gallinaza de un gallinero que tenía junto a la casa. La gente le decía: “Felipe, no vas a comer tomates, la gallinaza no es buena para ellos” y él contestaba bromeando: “Qué va, hombre, si es gallinaza de las gallinas de los huevos de oro”. Y así se pasaban las tardes, entre bromas y chistes.

Una mañana llegó un gran autobús desde la gran ciudad lleno de gentes curiosas para ver los famosos huertos de Vegasol. Todos quedaron asombrados al comprobar cómo los tomates maduraban colgados de unas ramas verdes en mitad de la tierra. Les hacían fotografías y los tocaban para ver si eran de verdad o de plástico. 

Las gentes de las ciudades siempre habían creído que los tomates, las patatas, y tantas otras cosas de comer, las fabricaban en grandes máquinas en el Mercadona, como se hacía con el pan, las magdalenas o los juguetes.

El día 10 de agosto fue el elegido por el señor alcalde para que el Gran Jurado recorriese todos los huertos y tomase nota sobre los productos que en ellos se cultivaban y de los nombres de sus respectivos dueños.

El día 15 de agosto fue el gran día. Cada hortelano debería presentarse en la Plaza Mayor con una cesta de sus productos para que el jurado los probase y les diese su nota. D. Felipe, el papá de Juanjo, sólo participó con una pequeña cesta de patatas tempranas, ya que los tomates se habían malogrado por culpa de la araña roja y los pimientos no habían madurado correctamente por culpa de las nieblas bajas.

Las patatas eran tan pequeñas como pelotas de pin-pon, algunas parecían huevecillos de gorrión. Cuando el Gran Jurado las vio, se echaron a reír y se burlaron de D. Felipe. “Vaya hortelano de pacotilla que estás hecho”, le decían unos. “Harán falta 2000 patatas para hacer una tortilla”, bromeaban otros. “Si parecen canicas”, afirmó el señor alcalde mientras tomaba una con sus manos.

Al pequeño Juanjo se le saltaban las lágrimas, pues adivinaba que no conseguirían el premio. D. Felipe se aguantaba, pero, en el fondo, también lloraba. No habían conseguido producir buenas patatas, ni tomates, ni pimientos. Para los dos era un momento muy triste, un mal día.

Fue entonces cuando, al señor alcalde, se le cayó la pequeña patata que sostenía entre sus manos y fue a parar dentro de su vaso de agua. La pequeña patata se desprendió poco a poco de su piel y quedó totalmente amarilla brillante…, amarilla y brillante… ¡Era de oro!


Todos quedaron asombrados. 

Introdujeron algunas patatas más en la jarra del agua y… efectivamente, ¡eran de oro!. 

El señor alcalde se subió sobre una mesa y, sin dudarlo un instante, gritó:

“¡El premio al mejor surco de patatas ha sido concedido a D. Felipe!”

“Viva D. Felipe!”, gritó alguien

“¡Viva!”, respondieron todos los asistentes.





Por la tarde, el pequeño Juanjo, muy contento y feliz, fue hasta el gallinero y les preparó a las gallinas su correspondiente ración de su superpienso secreto.























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