“En un lugar -comenzó el abuelo su narración- en el que predominaban las montañas con laderas repletas de bosques de pinares y robles, vivía el pequeño Eño con sus padres, en una pequeña aldea que tenía por nombre Thobelandia.
Un buen día Edo, el papá de Eño, llevó al niño, como le había prometido meses atrás, a buscar setas al bosque.
Las lluvias de otoño habían favorecido la proliferación de boletus, níscalos y otras setas comestibles y también no comestibles. Edo le indicaba a Eño las que tenía que recolectar y las que no.
Para el niño era un día maravilloso: su primera salida al bosque para recolectar setas. Estaba muy emocionado. Ya llevaba unas cuantas en su cesta.
Eño no cesaba de hacer preguntas sobre las plantas del bosque, sobre los sonidos que se escuchaban, sobre animales, etc. Y su padre le contestaba a todas y cada una. También aprovechó para contarle al niño que, no muy lejos de donde se encontraban, había una enorme y vieja casona de la que los ancianos de Thobelandia afirmaban que estaba encantada, aconsejando siempre que nadie se acercase a ella, pues sucedieron cosas muy extrañas en tiempos remotos.
Estaba el pequeño Eño agachado recogiendo un par de setas y, cuando se incorporó, no acertaba a ver a su papá: una espesa niebla lo cubría todo. “Papá, papá!”, llamó asustado. Pero nadie respondió. Al instante se oyó: “Eño, Eño; ¿dónde estás?”. Era su papá. Pero las voces cada vez se oían más lejanas. Cada uno se alejaba más y más del otro.
El pequeño Eño, con su cesta casi llena de setas, caminaba sin rumbo fijo. La niebla era tan densa que apenas veía por donde caminaba. Sus ropas estaban empapadas por el agua. Ya no se oía ningún sonido en el bosque, los pájaros y las ardillas se habían escondido para refugiarse de la humedad y del frío.
De repente el pequeño Eño se encontró frente a una gran casa de madera y piedra. Sin duda era la casa encantada de la que le había hablado su papá hacía unos minutos. O tal vez no. Era tanto el frío que sentía que, sin dudarlo un instante, llamó a la puerta con las manos: “¿Hay alguien? Por favor, ayúdenme!” Pero nadie respondió.
Se dirigió a una de las ventanas para ver si podía entrar, pero estaban muy bien cerradas, incluso con tablas clavadas. Parecía abandonada. Caminando alrededor de la casa llegó hasta una leñera. Ahí había palos bastante secos. Recordó que una vez su abuelo le enseñó a hacer fuego frotando dos palitos secos con mucha rapidez. Y se puso a la tarea… Pero los palitos se humedecieron enseguida debido a la niebla y no pudo hacer fuego.
Tenía mucho frío y no sabía ya qué hacer.
En la misma leñera, dentro de un gran tronco hueco, dormía la lechuza Uza que, con tanto alboroto,
se
había despertado y observaba a
Eño con sus grandes ojos. Sintió tanta pena por el niño que decidió ayudarle.
La lechuza Uza, sin que Eño la viera, volaba a sus espaldas enviándole chorros de aire calentito. El mismo aire apartaba la niebla para que Eño pudiese andar sin dificultad.
La lechuza Uza voló con rapidez, a su escondite en la leñera de la casa que todos creían encantada, muy feliz de haber ayudado al niño a regresar a su hogar. Todavía le quedaban un par de horas de descanso antes de salir a cazar, pues las lechuzas duermen por el día y cazan por la noche.
Y colorín colorado...
Imágenes: pixabay.com
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